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«Los benditos infelices»

«Los benditos infelices»

Septiembre 15/Joan Andreu Parra/

El consiliario Jordi Fontbona nos comparte este fragmento de un libro que está releyendo y que salió en 1963: Un cristiano en rebeldía. Su autor es José Jiménez Lozano, muy leído entonces. "Me ha parecido compartirlo ya que, desgraciadamente, dice cosas que son muy actuales, a partir de la fiesta de los Santos Inocentes del 28 de diciembre", nos dice Jordi.

 

Los benditos inocentes

Siempre me he imaginado la muerte de los niños judíos y su comarca, decretada por el rey Herodes, a esta primera hora de las mañanas de invierno en las que el sol se anuncia con un resplandor rojizo que va levantado la bruma. El pelotón de soldados, destinado a aquel asesinato que los políticos de nuestro tiempo llamarían “operación de limpieza”, o “tareas de seguridad”, irrumpiría aún de noche en las casas y sorprendería a los pequeños durmiendo o tomando el pecho de sus madres; quizá llorando los dolores de los primeros dientes.

Pero, al poco tiempo, todo el poblado de Belén y sus alrededores eran solamente un grito, mil gritos de mujeres enloquecidas y manchadas de sangre. Y desde entonces para acá, en las últimas horas de la noche y primeras de la mañana, todos los fusilados, los torturados, los perseguidos, sacados de sus lechos y sus casas, de prisa porque el sol debe encontrarles ya muertos o humillados, han conocido millones de veces los mismos temblores y lanzando los mismos gemidos. Todos ellos forman el cortejo de Cristo ensangrentado del que son las primicias aquellos niños que aún olían a leche y todavía no balbucían.

Los tiranos, como Herodes, temen siempre que se les arrebate su poder y siguen asesinando sospechosos y revoltosos. Todavía no era Jesús adolescente y, junto a Nazaret, pudo escuchar los gritos enloquecidos de veinte mil pobrecillos crucificados por los romanos, porque se habían atrevido a protestar de su tiranía. ¿Para qué recordar todos los horrores de la historia? En nuestros mismos días, los niños judíos eran liquidados en hermosas cámaras de gas nazis que se les aseguraban eran duchas. Y los pobres niños dementes y deformes corrían la misma suerte, juntamente con esos otros dementes y deformes adultos que son solamente niños grandes y menesterosos. Los hijos de los declarados herejes de los tribunales inquisitoriales, perdían todos los bienes de sus padres y tenían que mendigar el pan en la más enorme miseria. Y niños de corta edad han estado trabajando agotadoramente e increíblemente en talleres y minas, durante cientos de años, y siguen aún trabajando duramente en un mundo que se llama civilizado y hasta en medio de sociedades que se llaman a sí mismo cristianas.

Los pobrecillos, los ignorantes, los inocentes en fin, siguen también pagando los gastos de la historia: la gloria de los imperios, el triunfo de los grandes, las delicias estéticas y el logro de los que modernamente se llaman “milagros económicos”. Pero su paciencia es eterna y su esperanza indestructible. Son ellos los que creen que el mañana será mejor y la burla que se hace de sus esperanzas no llega a matar la esperanza. Son los que creen que “con la verdad se va a cualquier sitio” ¡los benditos infelices! Cuando lo cierto es que el mundo entero adora las hermosas mentiras y las felices combinaciones y repudia la verdad que lo destruiría. Son los que este mundo llama “tontos”: creadores de toda palabra humana, guardadores de la fidelidad, dadores de lo que tienen y lo que no tienen, y trabajadores silenciosos, despreciados, almas sencillas como candelas encendidas… Son una fila interminable tras aquellos pequeños de Belén que siguen al Cordero, al Inocente, al Gran Niño, en quien persistió la niñez hasta la muerte, como dice el gran poeta Péguy.

Y el poeta hace luego decir a Dios que Él prefiere a estos infantes de Belén, entre otras razones porque son “de la promoción de Jesús”… El mundo no puede ya asesinar a Jesús y entonces asesina y estruja y desprecia a sus testigos: a los pequeños inocentes, niños o pobres, a todos los que no tienen defensa y no entienden nada del juego de la vida. Y cada amanecer cuenta así con el resplandor rojizo del sol que se anuncia y el terrible esplendor de la sangre de los inocentes. Una sangre por la que será juzgado este mundo y cada uno de nosotros.

Por esos mismos inocentes sentados en sus tronos junto al Inocente. Son ellos los reyes y no nos faltarán nunca aquí abajo. Conservan en el mundo el olor de leche, a gracia, a Evangelio, a retama. Son la sal por la cual este mundo no estará nunca podrido del todo, ni sin posibilidad de salvación y alegría. Son los bienaventurados tontos, los benditos infelices, los tiernos inocentes, la promoción de Cristo.

José Jiménez Lozano (1963)