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Entrevista a Manuel Reyes Mate, pensador

«El deber de memoria nos exige cuestionar la idea de progreso sobre la que está construida la política moderna»

Cuesta imaginar a los grandes pensadores como abuelos o atareados en lo cotidiano y doméstico. Lo cierto es que antes de atendernos por teléfono, escuchamos (involuntariamente) una deliciosa conversación entre Manuel Reyes Mate Rupérez (Valladolid, 1942) y su nieta. Setenta minutos al teléfono con este profesor de Investigación ad honorem del CSIC en el Instituto de Filosofía dan mucho de sí y aquí dejamos constancia.

El 21 de octubre pasado entró en vigor la Ley de Memoria Democrática (LMD). Este deber de memoria, ¿cómo lo están afrontando las administraciones y los ciudadanos?

La LMD es una ley bienvenida, pues la ley anterior de Zapatero (2007) tenía muchas lagunas: dejaba a la responsabilidad de los familiares todo el proceso de exhumación de cadáveres y no se atrevió a descalificar a los tribunales franquistas. Esta nueva ley tiene muchos aspectos positivos respecto a la reparación de las víctimas (declara inmorales e ilegales aquellos juicios y sentencias) y a la persecución de los culpables, pero es una ley fallida en el fondo, pues falta lo fundamental. De entrada, se equivoca con el título: el adjetivo democrática ¿significa que sólo afecta a las víctimas que eran demócratas? La víctima es un sujeto inocente a quien se aplica una violencia inmerecida, por eso tan víctima es un buen maestro socialista asesinado por el franquismo, como la monja de clausura asesinada después del golpe de estado por unos forajidos anarquistas. En la figura de la víctima, la ideología de la víctima y del victimario no juegan ningún papel. Lo que importa es que es inocente. Por eso dudo de que el título de “democrática” sea el adecuado. Por otro lado, esta ley como la anterior se centran en la justicia que es un momento substancial de la memoria, por eso me pregunto si no habría que llamarla “ley de justicia histórica”. Pero algo le falta para ser una ley de “memoria” y no sólo de “justicia” histórica. La justicia, repito, es un momento de la memoria, pero la memoria es mucho más, es nunca más. El objetivo último de la memoria es crear las condiciones para que el pasado no se repita. En ese caso, la ley habría de tener en cuenta otras dimensiones ausentes como las del perdón, duelo, arrepentimiento, reconciliación…

David Fernández observa que «hay una historia que va por arriba (la de la dominación) y una historia que va por abajo (la de la esperanza)». Para usted, ¿qué es la esperanza?

La esperanza, dice Benjamin, nos es dada gracias a los desesperados. El desesperado es alguien que vive la injusticia y se rebela contra ella; es el grito de quien vive el absurdo y no renuncia al sentido, porque exige su derecho a ser feliz que las circunstancias le niegan. No es alguien que se resigna a su suerte y se deja ir. Eso es la esperanza, lo que subyace a la rebeldía del desesperado.

Según Benjamin, el progreso, como motor de occidente, «lleva a la catástrofe». ¿Cuál tendría que ser este motor vital?

Ese deber de memoria que exige repensar todas las piezas de la historia (política, ética, derecho, religión, estética…), a partir de la experiencia de la barbarie, nos abre a un futuro distinto, en el que la barbarie no se repite. Si este esquema lo aplicamos a la política, se tendría que cuestionar el pivote de la política que llevó al desastre, es decir, el progreso. La sustancia de la política es el progreso. Eso era antes de Auschwitz y lo sigue siendo hoy. El deber de memoria nos debería exigir plantear la política de otra manera, cuestionando precisamente la idea de progreso sobre la que está construida la política moderna. Benjamin explica por qué el progreso lleva a la catástrofe. Dice que «progreso y fascismo coinciden». Normalmente identificamos fascismo con algo antiguo, anacrónico, demodé y un poco bestial, pero nos equivocamos pues el fascismo es una expresión de la modernidad; algo, pues, muy de nuestro tiempo que casa bien con el progreso. Y esto es muy peligroso. ¿En qué coinciden progreso y fascismo? En la naturalidad con la que, para conseguir metas, uno y otro sacrifican lo que haga falta, en vidas o mundo, para lograr el objetivo. Según un Informe de la ONU de hace unos años, el precio que tiene que pagar la humanidad para satisfacer las medidas económicas que toman los grandes organismos financieros del mundo, supone el sacrificio de unos 16 millones de víctimas al año. Así entendemos por qué fascismo y progreso coinciden. Ahora estamos viendo cómo el cambio climático, consecuencia de nuestra idea de progreso, está amenazando el planeta. Si decimos que el cambio climático es efecto de estrategias fascistas, nos dirán que exageramos; si decimos que es el efecto de una estrategia de progreso, lo aceptamos, pero ¿cuál es la diferencia?

Estamos en un contexto de retorno de gobiernos autocráticos. ¿Qué sostiene estos regímenes? ¿Por qué son tan frágiles el estado de derecho y la democracia?

Una ola de autoritarismo recorre el mundo de la mano del neoliberalismo económico. China ha encontrado la fórmula perfecta: absoluto control político y capitalismo salvaje. Una organización pues de la economía cuyo único objetivo es el mayor beneficio. Esta fórmula es tan competitiva que tienta a las democracias occidentales: ¿por qué no autoritarismo en política y mejora de la competitividad económica? La extrema derecha no es un producto marginal porque es vista como una condición eficaz para la competitividad económica, por eso tiene tanta complicidad en la órbita del poder. Para que el autoritarismo prospere políticamente recurre a tópicos que encandilan a los sectores más desprotegidos socialmente: que si los emigrantes se aprovechan de nuestros recursos, que si Europa nos roba… Pero el autoritarismo no piensa en los pobres para protegerles sino para que ellos, el pueblo, le legitimen a él, una fuerza anónima que sirve a pocos.

¿Hay una generalización de la indiferencia entre la ciudadanía?

Es verdad que la autonomía de la lógica económica hace que cada vez tengan menos importancia las decisiones políticas, porque lo que de alguna manera la gente espera es que la política mejore sus condiciones económicas. Importa más el pan que la libertad, siendo así que ambos son necesarios. No se valoran otros aspectos de la vida ciudadana como la convivencia, la buena educación, la solidaridad. Este tipo de políticas, tan trufadas de nacionalismo rancio y de materialismo de corto alcance, encuentran apoyo en los sectores más populares que son también los más frágiles, sin darse cuenta de que los primeros sacrificados van a ser ellos, los más pobres, porque con impuestos más bajos o sin solidaridad no habrá manera de sostener las políticas sociales de las que ellos son los primeros beneficiados. De vez en cuando aparecen explosiones de protesta en sectores que descubren que con esta lógica neoliberal no tienen futuro ni presente. Eso explica fenómenos como el 15M. También vemos reacciones de signo contrario: en Italia muchos exvotantes comunistas han votado extrema derecha porque ante el deterioro de su situación se apuntan al discurso nacionalista y xenófobo de que “Italia es para los italianos”. Es evidente que los partidos de izquierda y los sindicatos de clase de antaño han desatendido a muchos de estos sectores sociales.

En esta misma línea, en el ámbito de la fe, también están creciendo los fundamentalismos.

Son consecuencias del mismo fenómeno. Ante la inseguridad de un mundo que se siente amenazado, se produce como medida defensiva este repliegue sobre sí mismos, sobre verdades inamovibles que predican certeza. Los nacionalismos, tribalismos o fundamentalismos no son soluciones a los problemas de nuestro tiempo. Problemas globales requieren de respuestas universales. Es verdad que en las religiones los fundamentalismos han sido una tentación constante, pero se les combatía oponiéndoles el espíritu fundacional que es, como en el caso del cristianismo, claramente universalista. Las religiones tienen un gran problema porque si prospera ese movimiento endogámico corre riesgo de desaparición el auténtico espíritu fundacional. ¿Cómo el cristianismo, que lleva en su ADN el espíritu de la universalidad, se ha prestado sistemáticamente a todas las estrategias nacionalistas y endogámicas? Es una pregunta que no me he podido responder, aunque abundan las explicaciones históricas. Me parece muy interesante la figura del papa Francisco que ha redescubierto la dimensión fraterna, universalista, compasiva del cristianismo, pero que se encuentra tan solo dentro de su iglesia. Me recuerda esta situación a la de Gorbachov cuando propuso la perestroika. Se quedó sólo y acabó destruido por la propia nomenklatura soviética, que ha evolucionado, como en el caso de Rusia, con la mayor naturalidad hacia el neoliberalismo y el nacionalismo.

Usted refiere que «vivimos tiempos difíciles: somos capaces de destruir el planeta y somos incapaces de impedirlo». ¿Estamos en un cambio de etapa? ¿Vamos hacia el colapso?

Caminamos aceleradamente hacia la catástrofe, sin que seamos capaces de reaccionar adecuadamente. La tesis del cambio climático es, desde el punto de vista científico, indiscutible, como indiscutibles son las consecuencias catastróficas que de ello se derivan. Pero esta preocupación apenas si encuentra espacio en las agendas políticas. Los diarios siguen abriendo con noticias que tienen que ver con el crecimiento de las economías. Lo que realmente preocupa es que crezcamos menos y lo que aterra es que decrezcamos. Esto me parece kafkiano: somos conscientes del daño y, sin embargo, no movemos un dedo para impedirlo. ¿Por qué no reaccionamos? Hoy seguimos tomando las mismas medidas que hace 30 años o, en el mejor de los casos, planteamos un crecimiento sostenible, cuando hay que ir claramente a un decrecimiento, lo que supondría asumir unos estilos de vida más austeros y sobrios, con un consumo de energía y recursos infinitamente menor. Creo que nos cuesta tanto reaccionar porque eso supondría tomar medidas que van en contra de nuestros supremos valores. Nada valoramos tanto, en efecto, como el progreso, por eso no estamos dispuestos a sacrificarlo. Lo que más daño nos hace son los valores que veneramos. La humanidad puede acabar muriendo como en el Titanic, al son del violín. Somos incapaces de ver en el progreso el fascismo. Es la asignatura pendiente de nuestro tiempo.

Usted destaca que a Albert Camus le preocupaba el sufrimiento del inocente vs. Sartre, al que le preocupaba el sufrimiento del colectivo obrero. ¿Por qué se decanta usted?

Por la posición de Camus. Él y no Sartre es nuestro contemporáneo. Entendió perfectamente que cualquier planteamiento revolucionario que esté dispuesto a admitir el sacrificio de un solo inocente en provecho del bienestar de la mayoría (que era el planteamiento del comunismo que apoyaba Sartre), está abriendo la puerta a la barbarie, como ocurrió en la Unión Soviética con el estalinismo. La lógica moral de Camus es la buena. La prueba es que ese Sartre tiene ahora pocos seguidores.

Hoy hay que tomarse en serio a Camus, es decir, a la idea de que la política no está tanto para salvar a la humanidad cuanto para impedir o reducir el sufrimiento de la gente. Son dos enfoques diferentes. Si el objetivo es hacer feliz a la gente, entonces se despliegan políticas grandilocuentes que al final benefician a los felices, mientras que, si el objetivo es luchar contra el sufrimiento de los más débiles, centraremos los esfuerzos y los recursos en la capa social de los ofendidos, de los desheredados, del Lumpen (que significa traperos). Si uno estudia las partidas de los presupuestos generales de un país, observa que las grandes partidas van destinadas a mejorar la situación de los que ya están bien, mientras que las partidas para combatir la miseria o la injusticia son partidas de beneficencia. Unos presupuestos construidos con la lógica de Camus deberían estar al revés.

¿Qué actitudes y actividades propondría para cristianos/as que se mueven en las capas populares y trabajadoras?

La política no genera valores. Estos surgen en la sociedad gracias a tradiciones determinadas, humanistas o religiosas como el cristianismo. La política recicla determinados valores en principios políticos. La fraternidad es un concepto cristiano que Robespierre eleva a principio político para dar a entender que la igualdad y libertad, santo y seña de la Revolución Francesa, alcanza también a los pobres (los sans-culottes). La sociedad tiene necesidad de estas tradiciones creadoras de valores, como el cristianismo. En la medida que el cristianismo afloja y se diluye o se mundaniza, la política languidece porque se priva de su nervio espiritual. Es muy importante que la sociedad esté animada por tradiciones religiosas, por gentes creyentes, porque son los que crean valores morales que luego pasan a inspirar valores políticos. En su momento, organizaciones como la JOC o la HOAC en España ejercieron esta tarea: enseñaron a una sociedad —dominada por el autoritarismo, la dictadura, el paternalismo, el materialismo o el miedo— lo que tiene de valor el trabajo, el compañerismo, la solidaridad, es decir, la lucha social, contribuyendo así a cambiar la situación. Las fuerzas más eficaces de lucha contra la dictadura fueron, junto a algunos restos del pasado republicano, las que venían del campo cristiano. Hoy es más difícil y esas organizaciones tienen mucho menos peso político que en los años 50 y 60, porque la democracia ha normalizado el papel de los partidos y sindicatos. Pero la normalización ha traído una burocratización que deja bajo mínimos las exigencias morales en la vida pública. Los políticos y los sindicalistas son, salvo excepciones, funcionarios de viejas ideologías. Faltan gentes convencidas de valores, lo que antes se llamaban militantes. Esta sociedad se caracteriza por no tener militantes moralmente convencidos. Organizaciones como la JOC pueden ser modelos interesantes, en la medida que el militante de la JOC extrae de su cristianismo fuerza para la lucha sindical o política o ciudadana.

Destacados

«El objetivo último de la memoria es crear las condiciones para que el pasado no se repita»

«Esperanza es lo que subyace a la rebeldía del desesperado»

«Importa más el pan que la libertad, siendo así que ambos son necesarios»

«Los nacionalismos, tribalismos o fundamentalismos no son soluciones a los problemas de nuestro tiempo. Problemas globales requieren de respuestas universales»

«El papa Francisco ha redescubierto la dimensión fraterna, universalista, compasiva del cristianismo, pero que se encuentra tan solo dentro de su iglesia»

«Nos cuesta tanto reaccionar porque eso supondría tomar medidas que van en contra de nuestros supremos valores y nada valoramos tanto como el progreso»

«La política no está tanto para salvar a la humanidad cuanto para impedir o reducir el sufrimiento de la gente»

«En la medida que el cristianismo afloja y se diluye o se mundaniza, la política languidece porque se priva de su nervio espiritual»

Despiece

«El deber de memoria»

Las bases del pensamiento de Reyes Mate se encuentran en una generación de filósofos judíos, muchos de ellos alemanes, de finales del XIX y principios del XX: Rosenzweig, Levinas, Cohen y otros posteriores que fueron víctimas del nazismo (Walter Benjamin, Simone Weil, Dietrich Bonhoeffer). Estos intelectuales recogen el estado de ánimo de Europa después de la 1ª Guerra Mundial: «La ilustración europea había imaginado un espacio político dominado por la racionalidad, la tolerancia, incluso la fraternidad, y se encontró violencia y nacionalismos que llevaron a un enfrentamiento entre pueblos. Más allá de las víctimas directas, se produjo una enorme desorientación: el proyecto político y moral había fracasado», observa Reyes Mate.

Así pues, estos pensadores «se vuelven hacia sí mismos para repensar ese proyecto europeo desde la racionalidad judía. Se llaman dialécticos de la ilustración porque creen en la ilustración, aunque tengan que pensarla de nuevo, inspirándose en su propia tradición, la judía. El modelo es Kafka: en su Carta al padre, le reprocha que le oculte su judaísmo pensando que así puede asimilarse mejor y prosperar en Europa». Sus aportaciones filosóficas son muy específicas. «Una de estas es la cultura de la memoria: Israel es el pueblo de la memoria. Para los europeos, desde Aristóteles hasta el XVIII la memoria era un sentimiento, un asunto menor, una vivencia subjetiva del pasado. Para estos pensadores, por el contrario, la memoria no solo es sentimiento, también es conocimiento, conocimiento de la parte doliente de la historia», repasa Reyes Mate.

La gran aportación de Benjamin es que el conocimiento de la realidad lo posibilita la memoria: «La historia solo se fija en los hechos, la memoria tiene en cuenta hechos y no-hechos. Para entendernos, los hechos son el pasado exitoso que ha logrado realizarse. En cambio, la memoria se ocupa también de ese pasado fracasado, que no ha llegado a ser. Así, la memoria permite descubrir que bajo los hechos existe una historia de sufrimientos, que hasta ahora no tenía importancia. La memoria es la gran abogada de las víctimas que cuestiona la manera habitual de construir la historia: avanzar, sí, pero pisoteando a los más débiles.»

Otra aportación de la cultura judía es que la memoria no es optativa, sino un deber: «Este deber nos lo plantean los supervivientes de los campos de exterminio cuando al acabar la guerra salen con un mensaje: “Esto no puede volver a suceder, la humanidad no lo aguantaría.” Para evitar que se repita, el antídoto es la memoria. ¿Por qué? Los supervivientes han vivido algo que ha sido impensable. Si queremos que esto no se repita, han de tener en cuenta que el hombre puede hacer lo que no es capaz de pensar, por eso lo que ha hecho se debe convertir en lo que da que pensar.»

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