La mujer encorvada

[Adaptación del texto de Antonia Vallejos publicado en el blog «Tras las huellas de Sophia»] Como cada día, me levanté esperando algo nuevo, una oportunidad, un sentido diferente para mi vida. Pero como siempre también, una realidad cargada de leyes que no comprendía, me aplastaba y me angustiaba.

Cada día, volvía a sentirme insignificante y, como soy mujer, tenía bien aprendido lo que eso significa: lo que puedo y no puedo hacer, callar, obedecer, ser buena hija, buena madre, buena esposa…

Como cada día, caminaba cabizbaja, silenciando lo que a gritos querría expresar, sin poder mirar a nadie a los ojos, y cumpliendo, siempre cumpliendo…

No era sólo la joroba que llevaba sobre mi espalda, lo que me hacía esconderme de mí misma, de los demás, incluso de Dios. No podía soportar ser juzgada en cuanto me miraban; las arrugas marcaban mi rostro, asqueado de tanta esclavitud patriarcal, de tanta amargura.

Y de repente, vi un gran grupo de gente que se dirigía al templo, siguiendo a alguien, un profeta, un nuevo profeta que harían callar como a tantos otros. Había perdido la fe, ya nada me conmovía.

Pero, se me pasó por la cabeza como un relámpago, la idea de seguirlos. Yo… ¿ir al templo? ¿El lugar donde habita el mismo Dios y propiedad casi exclusiva de los hombres? Nooo!!! ¿Qué podría hacer yo en un lugar como ese, si no ser nuevamente el centro de las miradas que me acusaban y me avergonzaban?

Y no sé cómo, me fui hasta allí. Me escondí en el rincón más oscuro, donde nadie pudiera verme. Habría querido acercarme a escucharlo, oir qué decía, qué explicaba…

De repente se acercó a mí, a una mujer, a una enferma deforme, diciendo que quería ayudarme, que quería curarme, entre los gritos de los rabinos que clamaban al cielo porque era sábado y no era lícito hacerlo.

Quería salir corriendo, cuando sentí sus manos sobre mis hombros. Y en aquel momento, con la joroba, desaparecieron todas las cargas que tanto me habían angustiado.

Era libre; me había devuelto la vida, la esperanza, la dignidad… nos mirábamos a los ojos y en su mirada yo descubría la ternura de Dios. Y así, sintiéndome libre, sin yugo que me atara, libre de la opresión, de tanto sufrimiento… me quedé contemplando, gustando, oliendo todo lo que me rodeaba y hacía tanto tiempo había perdido.

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