La crisis económica de 2008 fue un golpe muy fuerte que recibió nuestra sociedad, afectó a todos, pero, como siempre, a las personas más desfavorecidas... ¿Por qué vino aquella crisis? Parece ser que por la mala administración de la economía y por los intereses de aquellas personas que la tienen en sus manos. No sería sensato decir que “aquella pandemia”, vino por casualidad. Todos tenemos parte de culpa, pero menos inteligente sería decir que, lo que ocurrió, lo provocaron los que no tienen poder, ni dinero, ni influencia en la sociedad.
Aquella crisis nos humanizó, nos hizo ver con claridad las diferencias que existen en los diferentes sectores de la sociedad y de qué forma tan diferente afectaba la crisis a unos sectores y a otros. Y aquello, que todavía no se ha ido del todo, nos llamaba fuertemente a la solidaridad, a ahondar en nuestra identidad cristiana. Era Dios el que hablaba a través de aquellas circunstancias y del sufrimiento de casi 20 millones de personas, sólo en España. Era Dios quien sufría la crisis. Y había una fuerte coincidencia entre lo que Dios nos dice en la Sagrada Escritura y lo que nos decía en la vida de nuestra sociedad. Todo ello, en 2008 y varios años después nos ayudó a vivir a fondo la Cuaresma en su verdadero sentido, y ver claro por dónde tenía que ir nuestro ayuno, nuestra penitencia y nuestra oración y cómo celebrar la Semana Santa, unidos a los que están sufriendo la verdadera pasión del Señor.
El momento actual supera con mucho a la crisis de 2008. En aquella crisis aparecía el sufrimiento de manera alarmante e hiriente. Ahora, además del sufrimiento y la angustia, aparece, de manera escandalosa y trágica la muerte de muchos miles de personas, y lo que queda por ver. Como en la crisis recordada, no afecta la pandemia a todos por igual. Nadie está libre del contagio, pero hay gran parte de la sociedad que tiene muchas más garantías de mantener su salud, su trabajo, y supervivencia en todos los sentidos, que la otra parte que por edad, por el riesgo de su trabajo y por su situación económica, está expuesta a perderlo todo en un abrir y cerrar de ojos. Nuestra fe nos dice que no son sólo las personas las que sufren estas desgracias, es el mismo Dios quien está enfermando, muriendo, quedándose sin trabajo y en unas circunstancias de soledad terrible sin tener a nadie que le acompañe cuando termina su vida. El Dios que nos ha revelado Jesús no es el soberano que está allí en el cielo mirando lo que pasa en la tierra, sino el que habita en nosotros y comparte nuestra vida, especialmente nuestros sufrimientos y nuestra muerte. Esto que digo, como sabéis, lo trabaja a fondo nuestro Plan Diocesano de Pastoral.
La pandemia y sus consecuencias, puede ser la Gran Palabra que nos dirige Dios nuestro Señor para vivir, de la manera más auténtica y real, la Cuaresma y la Semana Santa, que no sabemos cómo celebraremos, pero pase lo que pase, la celebraremos, en su verdadero sentido, como Dios quiere, compartiendo la muerte y la resurrección del Señor.
Por las limitaciones de nuestra naturaleza, por nuestra ignorancia y por nuestro pecado se ha producido la pandemia. Nada de pensar que Dios nos ha castigado. No hace falta que nos castigue Dios. Nuestro egoísmo, a nivel personal y colectivo, ya se encarga de castigarnos, bastante bien, como castigó a Jesús hasta llevarlo a la cruz. Pero aquella desgracia, la mayor de la historia, la que representaba (hacía presente) la muerte de todos los inocentes, de todas las pandemias, de antes y después, en toda la historia, Dios la convirtió en nuestra salvación. Y así actúa Dios en la historia a través de los siglos. Nuestro Dios siempre convierte nuestra ruina en nuestra propia salvación, sobre todo cuando aceptamos compartir la muerte y la resurrección de Jesús, como nos comprometimos en nuestro Bautismo; esa muerte y esa resurrección que se hace presente continuamente en nuestra vida y en la vida de nuestros semejantes. Y el compartir la muerte de Jesús, real y presente, en tantos miles de personas, nos dará acceso a compartir su resurrección, siempre que sea verdadera y auténtica nuestra unión con el Jesús que hoy sufre y muere.
La muerte de Jesús fue el fracaso y la amargura más grande de Jesús y la primera comunidad cristiana, pero ese fracaso y amargura se convirtió en salvación y gloria por su resurrección. Al parecer, mirándolo todo desde la fe, este es el designio de nuestro Padre-Madre Dios: convertir en gloria, en resurrección la muerte que estamos viviendo en esta temporada, como afirmó el mismo Jesús en Jn 9,1-3.
¿Nos puede servir el Covid-19 para crecer en la fe? ¿Puede renovar esta pandemia nuestra vida, nuestra sociedad y nuestras comunidades cristianas? ¿Pueden ser, este año, la Cuaresma y la Semana Santa, más auténticas, más reales, con la ayuda de lo que estamos viviendo? ¿Hasta qué punto ayudamos a nuestras comunidades cristianas en la catequesis, los grupos, la administración de los sacramentos y todas las otras celebraciones, a asumir la muerte de Jesús, de manera real, para que puedan participar todos en la resurrección, también de manera real (no una alegría superficial y pasajera, sino una vida nueva movida y transformada por el amor)?
Pepe Lozano, consiliario de la diócesis Alicante-Orihuela