La formación permanente, en ACO en particular y en la Iglesia en general, puede entenderse, partiendo de lo que dice Amedeo Cencini, como la disponibilidad constante para aprender que se expresa en una serie de actividades ordinarias, y luego también extraordinarias, de vigilancia y discernimiento, de ascesis y oración, de estudio y servicio, de verificación personal y comunitaria… que ayudan continuamente a madurar en la identidad creyente y en la fidelidad creativa a la propia vocación en las diversas circunstancias y fases de la vida. Es, por tanto, un proceso que prolonga en el tiempo la formación inicial y el camino de conversión continua.
Podríamos decir en síntesis con Amedeo Cencini que la formación permanente es y constituye el núcleo central de un cierto camino de renovación de la vida religiosa en el plano personal y en el comunitario, a nivel de servicio y de expresión del propio carisma; que esa formación no consiste esencialmente en cursos y encuentros extraordinarios, sino que sigue el ritmo de los días y las ocupaciones ordinarias, de los meses y los años; que la formación permanente es sobre todo intervención de Dios en nosotros, y no tarea o esfuerzo de la persona. Viene a ser, en definitiva, vivir en disposición de dejarse trabajar por el Señor para que él nos moldee y conforme a su imagen, y recree así en nosotros una criatura nueva. Ese es el objetivo de la Formación Permanente y esa es a la vez la tarea. Por eso, la formación abarca toda la vida; no acaba nunca. Se consuma en el encuentro definitivo con Dios en la vida eterna.
Así, y a modo de ejemplo, ya la Exhortación apostólica de Juan Pablo II «Christifideles Laici» afirmaba en 1988 que la formación de los fieles laicos se ha de colocar entre las prioridades de la diócesis y se ha de incluir entre los programas de acción pastoral, de modo que todos los esfuerzos de la comunidad concurran a este fin. Se reafirma esta aseveración cuando se advierte que no se trata sólo de saber lo que Dios quiere de nosotros, sino que es necesario hacer lo que Dios quiere. Y se concluye diciendo que para actuar con fidelidad a la voluntad de Dios hay que ser capaz y hacerse cada vez más capaz.
En esta dinámica de formación adquieren importancia los elementos personales y comunitarios que configuran nuestra vida: las experiencias positivas y las negativas, la puesta en común de la oración, las vivencias espirituales que compartimos, el discernimiento comunitario, el proyecto comunitario, la corrección fraterna, la revisión de vida, el estudio de evangelio, los ejercicios espirituales, la oración, la celebración de los sacramentos, el servicio concreto a y con los pobres, el tiempo de ocio que disfrutamos… Es como si la vida toda estuviera salpicada de innumerables ocasiones formativas que nos ayudan a madurar y a ser capaces de mejorar continuamente, que sostienen alta la tensión saludable del crecimiento y que conservan despierta la capacidad para apreciar las novedades y la belleza de la vida a la luz de la Palabra de Dios.
Resulta entonces decisivo para toda comunidad (parroquia, movimiento eclesial, grupo, colectivo...) y para todo cristiano/a definir con detalle un proyecto de formación permanente cuyo objetivo prioritario sea acompañar a cada uno/a con un programa que abarque toda su existencia. Ningún cristiano/a ha de sentirse solo/a y abandonado/a en lo que respecta a su crecimiento humano y espiritual. Ninguna fase de la vida puede considerarse neutra o sin particulares problemas. El tiempo que a cada militante cristiano le ha tocado vivir nunca debe ponerse entre paréntesis por el deseo de futuro o por la nostalgia del pasado. Ningún tiempo debe sustraerse a su propio ritmo; a ningún tiempo se le puede forzar a ser otro. Y siempre desde la misión apostólica que está llamado a realizar como, en nuestro caso, evangelizar el mundo obrero.
Dimensiones a cultivar en la formación permanente
Formación humana y para la vida fraterna
Formación espiritual
Formación apostólica
Formación cultural, técnica y profesional
Formación del propio movimiento ACO